José Gregorio Hernández: El Médico de los Pobres

Los pobres siempre serán lo primero para mí.
Nunca los abandonaré. Ellos significan para mí algo muy grande.
José Gregorio Hernández

Desde el momento de su muerte José Gregorio Hernández (JGH) ha sido aclamado como santo por todos los venezolanos. Santidad que los pobres de su tiempo palparon en la fe, bondad y caridad que irradiaba como don de Dios en su trato cercano y amable. La fe en Jesucristo afianzó su existencia e integró las distintas dimensiones de su vida.

Nació el 26 de octubre de 1864 en Isnotú, estado Trujillo, pueblo andino en el que se refugiaron sus padres, Josefa Antonia Cisneros Montilla y Benigno Hernández, al abandonar la población llanera de Pedraza, estado Barinas, a causa de la violencia de la Guerra Federal. JGH es el segundo de los nueve hijos de este matrimonio.

El propio JGH escribió: “Mi madre que me amaba, desde la cuna me enseñó la virtud, me crió en la ciencia de Dios, y me puso de guía la santa caridad”. Josefa Antonia falleció en 1872, poco antes de que José Gregorio cumpliera los 8 años.

“De mi padre recibí la práctica del bien y el amor al estudio”, expresó JGH. En Boconó, estado Trujillo, su padre contrajo nuevamente matrimonio en 1876 con María Ercilia Escalona Hidalgo, con quien tuvo seis hijos.

Entre la medicina y la vida religiosa

Luego de realizar sus primeros estudios en su pueblo natal, JGH se traslada a Caracas, a los 14 años, para ingresar al Colegio Villegas, allí obtiene en 1884 el título de Bachiller en Filosofía. Posteriormente estudia medicina, por insistencia de su padre. El 29 de junio de 1888 se doctoró en medicina en la Universidad Central de Venezuela. Centró su profesión en las enfermedades bacterianas y es considerado el fundador de la Bacteriología en Venezuela.

Ejerciendo la medicina rural, en Isnotú en 1889, recibió la noticia de que había sido becado para estudiar en París: Microscopía, Bacteriología, Histología y Fisiología Experimental. También asistió a clases en Berlín y Madrid. De regreso a Venezuela en 1891 impulsa la renovación y el progreso de la ciencia venezolana. Es fundador del Instituto de Medicina Experimental, el Laboratorio del Hospital Vargas y varias cátedras de Medicina, entre ellas Histología Normal y Patológica; Fisiología Experimental y Bacteriología, la primera que se fundó en América. Asimismo, perfeccionó el uso del microscopio. 

Fue uno de los 35 miembros fundadores de la Academia Nacional de Medicina a la que ingresa como Individuo de Número en 1904 ocupando el Sillón XXVIII. JGH ejerció la docencia por 23 años en los que dictó 32 cursos y sumó 694 estudiantes.

“En el mundo médico venezolano no existe persona de la que se haya escrito más que de este ilustre trujillano”, afirmó el Dr. Leopoldo Briceño-Iragorry, Individuo de Número de la Academia Nacional de Medicina, Sillón XVIII e Individuo de Número de la Sociedad de Historia de la Medicina.

Siempre tuvo una inquietud por su vocación y vivió una lucha interior entre hacerse sacerdote o monje, o dedicarse a la medicina como remedio, tanto para él como para la gente.

Para responder a la vocación religiosa, JGH renuncia a su trabajo en 1909 y viaja a Italia para ingresar al monasterio de la Cartuja de Farneta de Lucca, de la Orden de San Bruno, como Fray Marcelo. Abandona el lugar por problemas físicos y regresa a sus labores en Venezuela. Pero pocos años más tarde hace una segunda pausa, un nuevo intento de seguir el llamado divino y regresa a Italia para ingresar al Colegio Pio Latino Americano, para estudiar latín y teología, que pronto debió dejar por síntomas de tuberculosis que, junto al estallido de la Primera Guerra Mundial, lo motivan a regresar al país.

En Caracas, el arzobispo Monseñor Juan B. Castro le aconseja continuar su labor como médico y profesor, “ponga su vocación en el platillo de la balanza y las necesidades de Venezuela en el otro, urgida hoy más que nunca de hombres ejemplares como Ud. A donde el fiel se incline vea la voluntad de Dios, y sígala”.

Continúa sus labores académicas y docentes hasta 1919, cuando fallece en accidente de tránsito.

Junto a los pobres

JGH era un hombre auténtico y generoso, su espiritualidad lo impulsaba siempre a hacer el bien. Palpó la pobreza en su tierra natal, la vio quizás en mayor escala en Caracas. Desde la medicina descubrió que la salud debe ser integral para que permita tener una vida fecunda para sí y para los demás. Hizo de su profesión un apostolado, un servicio desinteresado al enfermo y al desposeído.

Al regresar de Roma, después del último intento frustrado de hacerse sacerdote, los aires de Caracas le devuelven una salud que creía perdida. Abre su consulta en su casa de La Pastora y comienza a diagnosticar gratuitamente a aquellos pacientes que él veía, que no podían pagarle. Los cronistas destacan que alrededor de la una de la tarde, se podía ver una pequeña cola delante de la casa

La voz se regó rápidamente y con frecuencia le faltaba el tiempo para atender a tantos hombres y mujeres pobres que han puesto en él la esperanza de curarse. Incluso les regala algún dinero cuando ve que no pueden pagar la receta. Su manera de atención, no era solo a los síntomas de la enfermedad, sino a la integralidad de la persona, adelantándose a los tiempos con una visión holística de la medicina.

 “[…] era Hernández un psicólogo consumado […] hacía gala de sus palabras para llevar paz, mitigar y consolar al doliente […] fue pionero de la medicina psicosomática”, comenta el Dr. Yáber, uno de los biógrafos más importantes, en su libro J. G. H. hombre de Dios, siervo de los enfermos.

En la medicina, JGH encontró la manera de actuar en nombre de Dios. A alguien se le ha ocurrido llamarle “el médico de los pobres” y con ese apelativo se le nombra y con ese título pasará a la posteridad.

El doctor Hernández es nuestro

La labor en la tierra de JGH culminó de manera trágica el 29 de junio de 1919, al ser atropellado por uno de los pocos carros que transitaban en Caracas. En el Hospital Vargas fue certificada su muerte portraumatismo de cráneo en región parietal izquierda con fatal irradiación hacia la base.

Fue velado en el paraninfo de la Universidad y desde allí el féretro salió a la calle, acompañado por toda la ciudad de Caracas. Cerraba la comitiva la Banda Marcial, dirigida por el maestro Pedro Elías Gutiérrez, tocando las marchas fúnebres acostumbradas, en dirección a la Catedral.

El arzobispo había dispuesto que el cadáver fuera conducido a la Catedral desde el paraninfo, para recibir un homenaje eclesiástico, algo insólito, puesto que ningún personaje de la vida pública venezolana, y menos un seglar, había recibido hasta entonces un tributo semejante.

Pero el mayor de los homenajes fue el protagonizado por el pueblo. Al salir de la Catedral, lo esperaba la carroza fúnebre. La muchedumbre no cabía en la calle, se apretujaba para estar lo más cerca del difunto más querido que tuvo la ciudad. Cuando fueron a introducir el féretro en la carroza, una voz se alzó de entre los presentes, que inmediatamente fue coreada por los circunstantes: “¡El doctor Hernández es nuestro! ¡El doctor Hernández es nuestro! ¡El doctor Hernández no va en carro al cementerio!”.

Así fue llevado durante horas hasta el cementerio a hombros de personas de todas las clases sociales, especialmente de los pobres, que lo sentían suyo.

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